Si uno no está preparado para ser mamá, mucho menos lo está para ser mamá de un hijo con discapacidad. A los 1.8 años de edad de Andy nos lo diagnosticaron dentro del Trastorno de Espectro Autista (TEA). Más allá de los detalles médicos, esto es lo que me habría gustado escuchar en ese momento, cuando uno se siente tan absolutamente perdido entre el presente y el futuro agobiante. Y me lo digo hoy, unos años adelante, esperando que alguien que justo esté en este momento pueda recibir una cobija de esperanza ante un panorama diferente…
Que todo va a estar bien. Será un shock, un proceso, un duelo de mis expectativas y un renacer, pero todo va a estar bien.
Que no es una tragedia. Tragedia, que no existiera. Mientras haya vida, hay oportunidad de cambio, de desarrollo y de salir adelante.
Que me va a permitir evolucionar como persona. Él, definitivamente, ha sacado lo mejor de mí… El volver a valorar lo que de verdad importa en la vida, el día a día, los mínimos detalles que normalmente uno deja pasar.
Que voy a desarrollar una empatía poderosa con los casos similares, con sus papás. La sensibilidad de saber y comprender que a cualquiera le puede pasar.
Que con el único que podré compararlo es con él mismo. Con su propio desempeño y desarrollo... Con el de nadie más.
Que busque un grupo o una red de apoyo de otros papás, pues nadie me entenderá mejor que alguien en la misma situación. Si bien los niños son muy diferentes entre sí, lo que sentimos los papás es bastante similar.
Que será un punto de unión, de amor incondicional. Sin truco: es amor puro.
Que todos tenemos un tema que trabajar en la vida, por lo cual hay que obtener el mayor aprendizaje posible de esta situación (paciencia, fortaleza, empatía, misión, etc).
Que no seré una mamá “especial”, sólo una mamá dedicada a quien más amo, sacando la casta por él.
Que por algo me eligió. Es un honor ser su mamá.
Y por ello, yo anhelo dar siempre el ancho.
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